No conocía a Arcadi Blasco. Lo habitual cuando se escribe un obituario, o cuando se pide a alguien que lo escriba, es por ser el escritor del círculo cercado al fallecido. Yo no le conocía, y fueron varias las veces que hice intentos de coincidir con él, en inauguraciones de exposiciones o viajando a Alicante, pero no hubo oportunidad, siempre por los problemas de salud que tanto le atormentaron en los últimos años. Me es difícil entender que no nos cruzáramos nunca en años dedicados a la cerámica en España, y ahora también me es difícil de aceptar que no nos cruzaremos nunca.
Como he dicho y repito con pesar, no conocí a Arcadi Blasco y, sin embargo, si pienso en mi entrada en el mundo de la cerámica, no puedo separarla de la visita a una exposición, en el Palacio de Cristal de Madrid, en el Parque del retiro. Sería a mediados de los años ochenta y, con diecisiete o dieciocho años, descubrí que la cerámica era algo diferente a lo que había visto hasta entonces, que se reducía al torno y los esmaltes. De aquella exposición, titulada “Muros y arquitecturas para defenderse del Miedo”, recuerdo, más que piezas en concreto, el ambiente irreal en una sala de exposiciones que no es sala, que se integra en el paisaje, que no encerraba sus esculturas entre paredes sino que las liberaba, recuerdo el contraste entre la sobriedad de la obra, quizá también propiciada por el título de la muestra, y la luminosidad del ambiente. Sus “muros y arquitecturas”, como no podía ser de otra forma, eran duros, sólidos, hechos para defenderse; sin embargo se mostraban entre “no-muros” de cristal. Ahora, casi treinta años después, quiero pensar que empezábamos a tener menos razones para defendernos, menos miedos.
Años después, circulando en coche por mi ciudad, Alcorcón, en las afueras de Madrid, me topé de bruces, y sin previo aviso, con una de sus esculturas monumentales instalada en una rotonda, paré el coche inmediatamente y anduve entre los diferentes muros de la composición escultórica, que extrañamente se integraba en el entorno de feos bloques de viviendas de ladrillo rojo, productos de un caótico desarrollismo urbano; mejor dicho, no se integraba sino que lo transformaba. Después conocí que esta obra monumental se titula “Elogio de la ciudad”. Quizá Arcadi Blasco no lo supiera nunca, y quizá no fuera esa su intención, pero que un gran artista como él dedicará un elogio a la ciudad en un sitio como Alcorcón, significa mucho para quienes crecimos en lo que se denominaban “ciudades-dormitorio”, fue como una puesta de largo. Finalmente alguien descubría que en las ciudades producto de la inmigración y en los barrios obreros tambien había algo que elogiar. Esto no extraña de quien tuviera tanto compromiso social.
Cualquiera puede, en estos momentos, escribir un resumen de su trayectoria, ya se pueden leer por docenas y por eso no lo hago; quien le trató puede contar anécdotas y recuerdos, yo no, y bien que lo siento. Por eso sólo puedo contar lo que significó conocer su obra en un par de momentos puntuales de mi vida.
Una última anécdota: la noticia de su fallecimiento me sorprendió mientras construía un horno de cerámica con varios amigos; llevabamos varios días buscando un nombre para el nuevo horno, pero no hizo falta pensar más: nuestro horno se llamaría “Arcadi”. Cada vez que se cueza, la llama de la chimenea será un homenaje a su memoria. Cada vez que se introduzca leña en el hogar será un “va por usted, MAESTRO”.
Wladimir Vivas
Foto cedida por Samuel Bayarri y Rafaela Pareja
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