Residencias artísticas en Cogorderos - León

LA BELLEZA INSOSPECHADA

by Infocerámica

Cerámica de Ismael Buenaga

El artista de la cerámica y el vidrio Ismael Buenaga comparte con nosotros en este artículo los recuerdos, sensaciones y emociones que le llevaron a escoger como forma de expresión los objetos marcados por el tiempo, la tradición, los procesos y la naturaleza

Del custodio del tiempo en los retales cerámicos

Ismael Buenaga Fuente

BELLEZA

1.Cualidad de una persona, animal o cosa capaz de provocar en quien los contempla o escucha un placer sensorial, intelectual o espiritual.
2.Persona, animal o cosa que destaca por esta cualidad.

Mis hermanos y yo crecimos en una pequeña huerta extremeña. Siendo niños solíamos jugar bajo la robusta sombra de antiguos perales e higueras. Rodeados por los sonidos característicos que distinguían cada estación, nos encaramábamos a centenarias lindes de piedra y esquisto, que en más de una ocasión servirían al propósito de nuestras aventuras; tornándose grandes castillos, barcos pirata o fortines de un oeste americano, que en definitiva, representaban una excusa ideal para disfrazarnos con retales de costura y paños, mientras convertíamos cualquier rama en una espada improvisada —pero útil al fin y al cabo— y así combatir a nuestros enemigos imaginarios que a menudo tomaban la conveniente forma de malas hierbas a erradicar como propuesta de nuestro padre, quien nunca dio puntada sin hilo.

Sin embargo, como sucede con la mayoría de las cosas importantes en la vida, concederíamos valor a aquel paisaje que nos vio crecer y a la infancia que disfrutamos mucho tiempo después, ya lejos de aquella tierra de helecho, grandes explanadas de olivar y una variedad de pino que había ido sustituyendo progresivamente el bosque autóctono original de encina, roble y castaño.

Uno de los recuerdos perteneciente a aquella época de nuestras vidas —que atesoro con especial cariño— responde a la visión de las manos de mi padre. Unas manos ásperas y morenas, surcadas por durezas y grietas como si acaso aquellas herramientas rudimentarias de trabajo (azadas, hoces, hachas, un antiguo arado romano) hubiesen modelado con el paso del tiempo su piel.

Y eran sin embargo, aquellas mismas manos, curtidas y hábiles, quienes sostenían, con sorprendente delicadeza, los innumerables fragmentos de cerámica que parecían florecer bajo tierra, despertando tras ser descubiertos por las desgastadas hojas del arado, que oreaban la huerta primavera tras primavera.

Nosotros, como quien encuentra un tesoro, asistíamos al acontecimiento con la expectación de un arqueólogo, y por supuesto nos asombraban las cavilaciones de papá, quien se aventuraba a discernir si se trataba de cerámica popular —perteneciente a una época lejana, cuando aquella huerta era trabajada por varias familias— o si, por el contrario, más reciente y carente de los signos y registros propios de una pieza de alfarería, podía entonces tratarse de un origen más industrial.

Quizás por eso me gusta pensar que la cerámica me ha acompañado durante toda la vida; esperándome —ya cocida— bajo tierra, en forma de aquellos fragmentos diseminados; y sin cocer en los tantos surcos, que excavamos siendo niños, con la ilusión de ayudar en el trazado de riego a nuestro padre o preparar la tierra para su siembra.

Muchos años después, ese mismo material se convertiría en un compañero habitual, y sumido en el quehacer cerámico uno bien pudiera imaginar que los mayores descubrimientos vendrían tras exhaustivas jornadas de investigación y trabajo; sin embargo, es en muchas ocasiones, lejos del torno y de la cálida compañía de nuestros hornos, donde la sensibilidad de la que nos hace partícipes el barro se manifiesta.

Allí donde su actividad erigió —más de medio siglo atrás— imponentes chimeneas de ladrillo refractario (ahora asumidas y circundadas por una ciudad que expande sus límites) integradas en muros de contención o lindes de vastas extensiones de terreno o incluso inadvertidos y diseminados en la arquitectura de barrios residenciales o edificios de reciente promoción; aparecen ante nuestros ojos los últimos vestigios de aquella producción cerámica, perteneciente a fábricas ya extintas, y cuyo excedente parece condenado a desaparecer bajo el olvido institucional y una naturaleza siempre dispuesta a asumir y devolver a su estado primigenio aquello que ya un día nacería a la sombra de sus colinas y barreros.

Fue en las inmediaciones de las fábricas históricas de ladrillo y teja, paseando y observando las chimeneas desde la distancia, donde, sobre una colina, que despedía al horizonte vivos reflejos metálicos, aparecerían —asumidos por el paisaje— los primeros fragmentos (y los últimos testigos) de un lugar ahora silencioso, cuyos únicos y huidizos habitantes rehuyen toda presencia, adentrándose en las galerías subterráneas, horadadas en la arcilla más mullida de los barreros, hoy en día abandonados.

Aquellos días de lluvia, el agua debió desplazar la tierra que mantenía muchos de aquellos fragmentos ocultos a la vista. Y ahora, colores y registros del fuego sobre la piel cerámica, componían bellas y sugerentes asimetrías, integradas en un paisaje de planicie y llanura, al abrigo de las colosales nubes que parecen decididas a fondear —estación tras estación— en el vasto cielo segoviano.

Aquellos fragmentos descartados tantos años atrás, consiguieron devolverme aquel invierno castellano al niño que un día fui, trasladándome de repente a la memoria de un verano cualquiera en la Extremadura de mi infancia: recolectando cantos rodados y ramas, atesorando lo que el río deja a sus orillas como el más preciado de los hallazgos.

Quizás este constituya el mayor de los presentes que la cerámica nos brinda: reconciliarnos con aquel niño que un día fuimos, reservándonos el derecho —aunque tan solo sea por unos minutos al día— de posar una mirada más romántica y menos práctica sobre lo cotidiano, concediendo el valor que merece todo aquello imperceptible en el impasible devenir de los días.


Dedicado a mi familia: Blancadelia Fuentes Dueñas y Francisco Buenaga García por enseñarme que siempre hay algo que buscar.
A mis maestros y amigos Luciano Hernandez Ramos, Manuel Coca, Ángel José Garraza Salanueva, José María Herrera Jiménez, Carmen Marín Ruíz, Joan Serra Carbonés, Mia Llauder, Pietro Elia Maddalena, John Colbeck, Claudia Bruhin, José Antonio Azplilicueta, Filu.. por estar siempre dispuestos a ayudarme en esa búsqueda.

Instagram: @ismaelbuenaga


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Infocerámica agradece a Ismael Buenaga la ayuda prestada para la realización de este artículo


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